Javier Plascencia lidera un movimiento que pretende recuperar la reputación de Tijuana por medio de su comida.
DANA GOODYEAR
En la zona roja de Tijuana hay hombres que van empujando su carrito de pancita y carne de puerco “al pastor”, llenando de humo las calles. Un sábado no hace mucho, Javier Plascencia –el chef que lidera un movimiento que pretende recuperar la reputación de esta ciudad por medio de su comida– detuvo su auto frente a un pequeño local. La barbacoa estaba humeante. Plascencia abrió la ventana y aspiró satisfecho.
“El aroma tiene una influencia sobre mí”, confesó. Este horno al aire libre, en particular, le había sugerido una nota específica que agregaría a un nuevo platillo: res de Sonora alimentada en zonas de pastoreo y cuya carne se cocina al vacío durante 48 horas, para después sellarla y servirla con diminutas lentejas de California, espuma de patatas y chayote blanco caramelizado con vainilla mexicana.
“Yo le añado un toque de aceite de carbón vegetal a la carne de res, de manera que lo que uno percibe primero es ese aroma”, explica.
Tijuana, situada en la parte norte de la península de Baja California y separada de San Diego por el cruce fronterizo con más tráfico del mundo, desde hace tiempo es vista como un curioso puesto de avanzada, demasiado alejada del extenso territorio mexicano como para que se le considere verdaderamente parte de México y, al mismo tiempo, demasiado distinta, culturalmente hablando, de San Diego como para que se le pueda llamar estadounidense.
Una tierra de nadie con la infraestructura de un parque de diversiones venido a menos. “En Tijuana uno no tiene muchas cosas que presumir, en cuanto a monumentos o museos”, me cuenta Plascencia. “La gente no se siente demasiado orgullosa de Tijuana porque siempre ha sido un pueblo de alcohol, sexo y drogas, habitado por todos aquellos que han querido cruzar la frontera pero no han podido”.
A diferencia de otras entidades en México, cuya tradición gastronómica se remonta cientos de años atrás y que se apega a códigos estrictos, Baja California no tiene una cocina típica. La misión de Plascencia es definirla y, en el proceso, lograr que Tijuana se convierta en un lugar de peregrinación gourmet. “Lo que estoy tratando de hacer es que Baja California, y específicamente Tijuana, lleguen a ser consideradas como destinos gastronómicos, igual que San Francisco”, me dice.
En vista de la historia reciente de esta ciudad, se trata de un proyecto particularmente ambicioso. México está considerado como la capital mundial del secuestro, donde tienen lugar desde “secuestros exprés” hasta secuestros cometidos por bandas criminales organizadas que retienen a sus víctimas en casas de seguridad mientras negocian el rescate.
Entre 2006 y 2010, a medida que el cártel de Tijuana se iba fragmentando y nuevas facciones luchaban entre sí, la tasa de crímenes violentos se incrementó. En su punto culminante, en otoño de 2008, se registraban en promedio 200 asesinatos al mes. Los tijuanenses pudientes evitaban salir de noche de sus casas y los turistas estadounidenses dejaron de ir a Tijuana. Aunque hoy esa situación ha mejorado (a la fecha, en Tijuana hay menos homicidios per capita que en la ciudad de St. Louis), todavía prevalece la percepción popular de que es muy insegura.
El cónsul de los Estados Unidos en Tijuana recibe una compensación por los peligros asociados a su puesto de trabajo, y la actividad turística no ha repuntado de manera significativa. Drew Deckman, un chef estadounidense que tiene un restaurante en Los Cabos, me dijo: “Javier está haciendo todo lo que puede en una ciudad que, esencialmente, está condenada”.
En enero de este año, Plascencia inauguró Misión 19, un visionario restaurante con aspiraciones de clase mundial. La cocina de Plascencia parte de una gran habilidad técnica y también es sensual: su despensa está bien surtida de Sosa, un agente de esferificación que él usa para hacer perlas de chile jalapeño como acompañamiento del sashimi de atún de cola amarilla.
“La comida de Javier tiene una visión muy clara”, afirma Rick Bayless, el renombrado chef de Chicago que presenta un popular programa de la cadena PBS. Bayless; de hecho, dedicó un episodio de su serie a Plascencia. “Su propuesta parte de un sentido de equilibrio y una sensibilidad que uno encuentra en la comida mexicana clásica: no le teme a los sabores ácidos, al contrario, se vuelca por completo hacia ese lado, pero los presenta desde un punto de vista moderno”.
Plascencia tiene 44 años, es apuesto y robusto, de pelo negro y piel morena. Sus amigos lo llaman “el Negro”. Y el negro, de hecho, es su color favorito de su atuendo: jeans, gafas de sol, botas industriales, filipina de chef. Esta a menudo es la selección de prendas con las que cae rendido de sueño a altas horas de la noche, sobre el sofá de su apartamento, una vez que por fin sale del restaurante, a las 2:00 a.m. Es un hombre callado, con un temperamento amable y juvenil, y fluidez bilingue.
Como otros chefs de su generación, Plascencia nutre su inspiración de la materia prima, es decir, los ingredientes que se pueden obtener en el área que él considera su “territorio”, de Los Ángeles a San Quintín, un pueblo de pescadores de la costa bajacaliforniana, distante unos 290 km de Tijuana.
En Misión 19 él ha decidido no servir salmón, uno de los pilares de la noción que se tiene en Tijuana del “platillo elegante”, porque no es un producto local, y tampoco promueve la comida “estilo familiar”. Las opciones en Misión 19 están integradas por platos pequeños, con composición casi arquitectónica. Para Plascencia, este es un acto de desafío edípico: Juan José, su padre, es el propietario y administrador de nueve restaurantes, incluyendo una cadena de pizzerías estilo familiar y dos locales elegantes que son los responsables de un volumen considerable del salmón que se consume en Tijuana.
“Aquí yo hago lo que quiero, tanto si te gusta como si no –afirma Javier–. Cada semana cambio el menú, y si te gustó un plato que ya no está en el menú, entonces te serviré alguna otra cosa”.
En julio del año pasado, Plascencia se encontraba en una feria gastronómica al aire libre en el estadio Rose Bowl, en Pasadena, California. A manera de decoración de su stand, una gran bandera roja enlistaba las palabras que describen su cocina: “sostenible”, “orgánica”, “artesanal”, “umami”.
Los demás puestos de comida, entre ellos dos de chefs también bajacalifornianos, se veían modestos comparados con el suyo. Plascencia dijo que había llegado a las 4:00 a.m. llevando en la parte trasera de su auto 2.100 ostras kumiai provenientes de Laguna Manuela, ya libres de sus conchas.
Las cocinó a la plancha y las salpicó con chicharrones de cerdo, espuma de hierba limón y salsa ponzu: un asado de ostras. Jonathan Gold, escritor de temas gastronómicos, repitió porción. “Eso me hizo el día”, dijo Plascencia.
Esa noche, durante la entrega de premios, el asado de ostras de Plascencia obtuvo el reconocimiento a Lo Mejor del Show. Bill Esparza, saxofonista y escritor del blog Street Gourmet LA y que ha estado yendo a comer a Tijuana frecuentemente, fue quien coordinó que Plascencia participara en el festival. “Hay mucha gente que no quiere cruzar la maldita frontera”, dijo Esparza. “Así que ¡qué diablos!, pues lo traemos a él aquí”.